miércoles, 16 de diciembre de 2009

Y entonces, ¿que podiamos hacer? Nos lo preguntábamos cruzando las dunas. ¿Vivir? Era precisamente el tipo de situación en la que la gente, aplastada por el sentimiento de su propia insignificancia, se decide a tener hijos; así se reproduce la especie, aunque es cierto que cada vez menos. Isabelle era medianamente hipocondríaca y acababa de cumplir los cuarenta años; pero los exámenes prenatales habían avanzado mucho y yo me daba cuenta de que el problema no era ése; el problema era yo. No solo por el legitimo asco que se apodera de todo hombre normalmente constituido delante de un bebé; no solo por esa convicción bien afianzada de que el niño es una especie de enano vicioso, de una crueldad innata, en el que se dan sita los peores rasgos de la especie y del que los animales domésticos se apartan con sabia prudencia. También sentia a mayor profundidad, un horror un autentico horror ante ese calvario ininterrumpido que es la existencia de los hombres. Si la cría humana es el único ser de todo el reino animal que manifiesta en el acto su presencia en el mundo con ininterrumpidos alaridos de sufrimiento, está claro que sufre de una forma intolerable. Quizás se deba a la pérdida de pelaje, que vuelve la piel tan sensible a las variaciones térmicas sin protegerla realmente del ataque de los parásitos; quizás sea una anormal sensibilidad nerviosa o quien sabe qué defecto de factura. En todo caso, a cualquier observador imparcial le resulta evidente que el individuo humano no puede ser feliz, que no ha sido concebido en absoluto para la felicidad, y que su único destino posible es propagar la desgracia a su alrededor, haciendo que la vida de los démas sea tan intolerable como la suya propia; y por lo general, sus primeras victimas son sus padres.
Michel Houellebecq. La posibilidad de una isla

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